Desde hace algo más de un mes cojo un avión cada miércoles a primera hora de la mañana. Esta semana, justo antes del control de seguridad, había un grupo de personas despidiéndose. El camino hacia el control era el camino en el que la vista se posaba en ellos. Era un grupo de unas ocho personas. Se iban abrazando. Lloraban como se llora cuando se te desgaja algo dentro. En silencio. Con pausa. Se miraban a los ojos. Alargando los abrazos. Era un baile. Ellos bailaba con abrazos. Los abrazos bailaban con ellos. Iban rotando. Siempre volvían.
Era imposible no emocionarse con ellos. A pesar de no ser ni las 7 de las mañana, las muchas personas que pasábamos por su lado no podíamos evitar mirar y sonreír con pena. No era sonreír. Era pena. O sí era sonreír con pena. A saber a esas horas qué emociones circulan. Pasé por su lado. Ahí los dejé.
Yo, que soy muy dada a inventarme historias sobre las personas con las que me cruzo, empecé a hacer lo de siempre: fantasear con la historia que tenía delante. Pensé quién de ellos sería el que daría por finiquitado el baile de los abrazos, quién sería el encargado de decidir que había llegado el momento de abrazarse cada uno a sí mismo. Qué dolor la separación física. Qué desgarro saber que te vas a la otra parte de mundo. Qué poco valoramos el estar en un mundo solo preocupado por el ser.
No querían separarse. Debían hacerlo. No pude evitar quedarme pensando un buen rato en ellos. Cuánto sufrimiento. Cuánta lágrima. Cuánto no querer poner distancia. Cuánto mirarse a los ojos. Cuánto agarrarse a la presencia del estar. Cuánto darse cuenta del tormento que supone intuir el desconsuelo de lo mucho que duele la presencia de la ausencia.
Es cierto que el ser humano está hecho para seguir hacia delante, y una vez superada la situación física del adiós, nos vamos haciendo a la distancia, pero qué duras son las despedidas. La despedida no es un acto fácil. Es un momento que sale de lo más profundo. Es un espacio con una carga emocional importante. Decir adiós es abrir una brecha en el apego, la confianza y el vínculo. Si hay vínculo, el adiós duele.
La despedida es un punto. A veces será un punto y seguido. Otras, un punto y aparte. Muchas, un punto final. Qué importante es poner ese punto. Qué denostado está actualmente saber cuál poner. Por no saber acabar solo existen los puntos suspensivos. Esos que no cierran nada. Esos que te regalan el espejismo de una libertad en lo que no ha acabado. Esos que te atan a lo que ya ha acabado.
Decir adiós forma parte de la vida. No podemos evitar las despedidas. Hay que decidir qué clase de punto tiene ese adiós, saber poner el punto ajustado a la realidad objetiva que nos ayude a seguir adelante. Hay que aprender a despedirse. Conocemos a las personas por la manera que tienen de decir adiós.