Hay guiones que uno aprende sin darse cuenta. Se graban, se ensayan y se representan en la vida adulta con absoluta naturalidad. Llega alguien, parece distinto. Pero no. Solo es otro actor. Otro reparto para la misma historia. Cambia el ritmo, el decorado, pero la escena es la misma. El conflicto también. Y tú, sin saber muy bien por qué, entras de nuevo. Como si no supieras cómo acaba. Pero lo sabes.
No es mala suerte. Es el mismo guion con otros personajes. Hay películas que ya has visto. Si conoces el final y te metes, no es mala suerte. Te pasa lo mismo porque eliges lo mismo. No era nuevo. Era conocido. No era intuición, era memoria. Memoria del cuerpo, del patrón, del mismo papel repetido una vez más. Pero quisiste llamarlo suerte. Casualidad. Química. Una señal. Lo disfrazaste de novedad para no aceptar que, en el fondo, ya sabías cómo acababa.
Ahí está el autoengaño: llamarlo azar, destino, casualidad. Decir ‘qué mala suerte tengo’ cuando en realidad es otra cosa. Es elección. O costumbre. Es el miedo a no tener papel si no es ese. Es creer que el dolor conocido es más soportable que la incertidumbre de un final nuevo. Si es que lo de ‘más vale malo conocido’ sigue haciendo daño.
Hay algo cómodo en repetir lo que ya sabemos. Incluso si duele. Incluso si desgasta. El cerebro elige lo familiar. El cuerpo también. Y el corazón… bueno, ese se aferra a lo que recuerda, aunque lo que recuerde sea ausencia, confusión o abandono. Pero a veces, en medio del guion de siempre, hay un silencio. Un segundo de lucidez. Un ‘esto ya lo he vivido’. Y ahí, justo ahí, puede empezar algo distinto.
No se trata de cambiar de película. Se trata de soltar el personaje. De dejar de repetir la escena. De no entrar donde ya sabes cómo saldrás. Porque el cambio no siempre está en hacer algo nuevo. A veces es no volver a lo mismo.